Últimamente, la vida me ha puesto delante personas que me reflejan un patrón que conozco muy bien: “no tengo tiempo para mí”.
Durante mucho tiempo, yo también fui así. Siempre disponible para los demás, siempre dispuesta a sostener, ayudar, escuchar. Y cuando llegaba mi turno… ya no quedaba energía.
No había comprendido que, para poder dar, primero uno necesita estar lleno.
Llenarse de descanso, de silencio, de belleza, de aquello que alimenta el alma.
De lo contrario, uno da desde el vacío… y poco a poco se apaga.
Cuando damos sin medida, nos vamos vaciando por dentro. Y llega ese cansancio que no se cura durmiendo, esa insatisfacción silenciosa que pesa. Todos a tu alrededor están nutridos, y tú… te vas marchitando un poco más. A veces, incluso, aparece el resentimiento. Una amargura sutil que no nace del mal, sino del olvido de ti.
mismo.
Porque como “siempre puedes con todo”, nadie piensa en ti.
Y tú, que estás tan acostumbrado a cuidar, te olvidas de hacerlo contigo.
Eso también es una forma de abandono emocional.
Nadie puede darte lo que tú mismo no te das.
Nadie sabe tan bien como tú lo que realmente necesitas.
Y si aún no lo sabes, ésa es tu tarea: descubrirlo.
Cuando te nutres, todo cambia.
Tu energía se vuelve abundante, tu mirada se suaviza, y empiezas a atraer personas que también se cuidan y se honran.
Imagina dos formas de dar:
Una desde la plenitud —una persona viva, radiante, apoyada, en paz consigo misma—
y otra desde el vacío —alguien agotado, sin sostén, con la alegría marchita—.
¿Ves la diferencia?
Eso es lo que ocurre cuando te dejas para el último lugar.
El primer paso es tomar consciencia.
El segundo, elegirte.
Darte un espacio, un momento, un gesto que te devuelva a ti.
Porque tú también mereces tu cuidado, tu amor, tu atención.
Porque cuando tú estás bien, todo lo que das florece.
Si sientes que esto te toca, quizá sea momento de comenzar a nutrirte. En mi espacio encontrarás talleres y libros que pueden acompañarte en ese proceso.
