Mi despertar espiritual: crudo, brutal y profundamente sagrado

Hasta ahora, todo lo que he leído sobre el despertar espiritual que atravesamos muchas personas habla, casi exclusivamente, de la parte bonita.

De cómo se agudiza tu sensibilidad y tu conexión con el todo.
De cómo un simple amanecer te deja sin palabras, y lo observas como un niño que lo descubre por primera vez.
De cómo la intuición se dispara, y empiezas a percibir lo que antes permanecía oculto detrás del velo.

Tus habilidades despiertan. Descubres que puedes canalizar, escribir automáticamente, sanar con las manos o con tu voz. Y por momentos, te sientes maga o sacerdotisa.
Es impresionante lo que el cuerpo recuerda con absoluta claridad.
Y te dará un subidón tremendo.

Pero nadie te cuenta que, en ese mismo despertar, se te caerá todo lo que antes te daba cierta seguridad: trabajo, familia, amistades, pareja, dinero… incluso, en algunos casos, la salud. Comienzas a cuestionarlo todo. Porque ya no encajas. Ya no te sirve.

Empiezas revisando patrones aprendidos que se desmoronan como un castillo de naipes. Y te das cuenta de que aquello que te enseñaron con tanto amor… no es verdad.
Empiezas a indagar por qué reaccionas de determinada manera ante ciertos sucesos.
Te das cuenta de que te has sometido, te has callado, has permitido.
Y en ese proceso, sigues buscando respuestas.

Vas a tus vidas pasadas para entender el origen. Para desmantelar eso que se formó para protegerte, pero que ya no tiene sentido en tu momento presente.
Trabajas en liberarlo. En actualizarlo. Como quien pone al día un programa obsoleto.

Y entonces ves que, para poder limpiarlo en tu aquí y ahora, debes poner límites.
Reorganizar tu vida.
Y eso duele. Y duele mucho.
Te desgarra por dentro.

Porque ya no puedes tolerar actitudes de control, crítica o manipulación.
Ya no soportas tener que bajar la cabeza, mantenerte callada, someterte.
Y revisas otra vida pasada. Y otra.
Y cuando tomas distancia, ves la colcha de tu existencia: bordada con historias similares de traición, engaño, dolor, silencio, exilio…

Y duele más.
Duele sentir que has pasado por todo eso para llegar a este momento.
Y no, no es que tus vidas anteriores hayan sido un error.
Ninguna lo es.

Y no sabes el orgullo y la alegría que da conocer quién eras.
De ver tus aprendizajes.
De ponerle nombre y cara a esas historias que también son parte de ti.
El gozo de reintegrar a todas esas almas en tu corazón y sentir que ya no caminas sola, porque ellas caminan contigo.

Y, al mismo tiempo, sabes que tienes que tomar distancia con todo lo que te rodea.
Debes ponerle freno.
Y nadie lo entiende desde fuera.
Se ve como un acto de locura. Como un arrebato caprichoso de una niña pequeña.

Pero es tu alma gritándote:
“No puedo más. Por favor, esta vez… elígeme a mí.”

No te dicen que ya no encajarás en tu entorno. Ni con personas, ni con lugares, ni con actividades.
Porque ya estás despierta.
Y puedes ver con claridad lo que antes permanecía oculto.
Y decidirás alejarte.
Y decidirás elegirte.
Porque no puede ser de otra manera.

Tu sueño y tu alimentación se descontrolarán.
Pasarás por momentos de profunda angustia y desasosiego, porque te han quitado la tierra bajo tus pies.
Y te sentirás muy sola.
Humanamente sola.
Porque espiritualmente, estarás más sostenida de lo que imaginas.

Tus guías son dulces, amorosos, pacientes.
Y están ahí. Siempre.

No es malo.
Aunque sí, es dolorosísimo.

En el fondo de ti sabes que es lo único —y lo mejor— que podías hacer por ti.
Pero se sentirá como si te arrancaran la piel hasta los huesos.
Para construir, desde el vacío fértil, un lugar nuevo.
Uno que te produce miedo e incertidumbre, porque no sabes ni a dónde vas ni lo que va a pasar.

Y confías.
Y te derrumbas.
Y vuelta a empezar.

Es un parto.
Un parto adulto, crudo, emotivo, maravilloso…
Que te aterra y te fascina al mismo tiempo.

Y no tienes con quién compartirlo.
O con una o dos personas, si tienes suerte.
Porque de esto no se habla.

Y cuando por fin limpias esas vidas con karma denso, entras en una etapa de integración.
Una mezcla entre pequeños destellos de tus nuevas habilidades, y más porquería que sale de debajo de la alfombra, reclamando ser vista.
No, no ha terminado aún.

Y así te lo cuento.
No todo el mundo lo vivirá igual.
Yo te comparto mi experiencia. Lo que yo siento.

Pasas del “estoy bien” al “estoy fatal” en cero coma.
Y soñarás con llegar a esa etapa llamada el reposo,
donde debes cuidar ese brotecito nuevo: tu nueva versión, bebé aún.
Y eso implica sostener la nueva energía.
No caer en las viejas trampas.

Habrá pruebas. Muchas.

¿Y luego?
No lo sé.
Aún no he llegado.

Pero prometo contarte… cuando lo haga.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *